El barbero estaba barriendo, pero no atendía a nadie en ese momento, por lo que me invitó en seguida a sentarme. Ya en faena, me di cuenta de que todo el local era muy nuevo, aunque con un estilo minimalista y con elementos (como palés) no muy ortodoxos, pero todo usado con gran imaginación y sentido del gusto. Entonces caí en la cuenta de que el barbero era joven, a pesar del embozo de la barba. Le pregunté si la barbería llevaba poco tiempo abierta y me respondió que sí. En seguida, le pregunté si era el dueño, con una nueva afirmación.
Especulé que podría ser muy joven, tal vez menos de 30. Me respondió que tiene 22 (de ahí el 1991 del nombre. Asombrado, creí que el local sería de su padre; me informó de que lo había instalado él por su cuenta y sin ayuda de nadie. Con el asombro en aumento, le hice laz pregunta más impertinente: “¿Pero ha recibido usted formación?”. Me respondió que había hecho un cursillo cuando pensó en cómo buscarse un puesto de trabajo.
Salí con la determinación de volver cada vez que necesite un corte de pelo, aunque vivo lo menos a cuatro o cinco kilómetros de distancia.
El barbero se llama Adrián y es sorprendentemente educado. Se me ocurre que si nuestra sociedad produce ejemplos así, tan dignos de ser imitados por sus semejantes, tal vez tengamos arreglo.
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