martes, 7 de septiembre de 2010

LOS GARBANZOS DE PARIS



Si a usted le preguntan por escenarios copleros de rompe y rasga, seguro que su mente vuela hacia la Alhambra, el Puentesito de San Rafaé, la Torre-Torre del Oro o los Jardines de Puerta Oscura. Extrañamente, en este machadiano rompeolas de las Españas que es Madrid, pocos recordamos lo muy romanceros que son sus rincones y sus leyendas urbanas.

Desde los soportales de la Plaza Mayor a las violetas de Oriente, desde los nardos en Alcalá a las loteras de Sol, por las calles de Madrid huele a canto popular y lo mismo se encontraba uno con Villamediana jactándose de amores reales, que con un rey que trataba de no ser reconocido haciéndose pasar por sí mismo, la mejor manera de que los interlocutores respondieran, incrédulos, que ellos eran el Papa.
Por el Arco de Cuchilleros, donde Madrid buscaba a Luis Candelas para prenderlo mientras la cantaora lo buscaba para quererlo, por los paseos en calesa del Prado, por doquier sobran en la Villa calles con sabor. Pero pocas como la Carrera de San Jerónimo, que arranca en la canalla de Sol, pasa por Lhardy y acaba en el democrático Congreso. Dicen las lenguas de doble filo que los dueños de Lhardy conservan un corsé de aquella Isabelona que reinó como segunda pero abultaba por seis. Su consorte, a quien en familia llamaban “Doña Paquita”, decía que le sobraban carnes en todas las direcciones, característica consecuente con la desmesura de su afición por el cocido madrileño.
No es que este invento prodigioso engorde por sí. Lo que engorda es comer tres o cuatro platos de cualquier cosa, como hacía aquella reina. Delicia que los esnobs llaman “comida de albañiles”, es un plato saludable, con menos grasa de lo que aparenta, goloso de comer y ligero de digerir.
Pero Isabel II, a quien su primo-esposo desatendía, tenía un apetito voraz. Todos sus apetitos eran voraces, por lo que sus repetidas salidas a Lhardy, a disfrutar el cocido que adoraba, devenían a veces en sobremesas que podían acabar como el vocablo sugiere. Francachelas en las que se reía y escandalizaba tanto, que más de una vez subió un alguacil a poner orden… para bajar con las orejas gachas al descubrir quién alborotaba. De ahí que sea creíble lo del corsé. A lo mejor es que la reina se lo quitó para aliviar la digestión de los tres o cuatro platazos de cocido, pero no es eso lo que murmuran las vecindonas.


Lo cierto es que su afición por el cocido era tan entusiasta, que en su exilio parisino del Palacio de Castilla mandaba que se lo preparasen al menos una vez a la semana. La pequeña corte de que se rodeó muy por encima de sus posibilidades, se aficionó al cocido y fueron adoptándolo en mansiones parisinas. Así es como algún chef, despistado y jactancioso, ha llegado a afirmar que el invento es franchute. ¡Válgame la Virgen de Atocha! Si el cocido madrileño no hierve en agua del Lozoya, ni es cocido ni es ná. Que se lo digo yo.

Luis Melero

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