Me vi obligado a emigrar a Argentina en los 60. No recuerdo de entonces que ningún bonaerense se llamase a sí mismo “latino”. Pero, pasados los años, encontré que en varios otros países hispanos se acostumbraba el profundo error de utilizar ese gentilicio imposible.
Cuando Hearst y otros “demócratas” como él se empeñaron en quitarle a España Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, maquinaron varios métodos preparatorios. El primero, alentar la “revolución” de José Martí en Cuba y varios movimientos portorriqueños y filipinos semejantes, que entonces eran muy débiles e incapaces. El segundo, echar a España hasta en el lenguaje, para lo cual estudiaron cómo podrían obligar a toda la América hispana a hablar inglés.
Los EE.UU. tienen desde hace mucho tiempo un organismo dedicado a tales intrigas. La CIA. Lo primero que hicieron Hearst y compañía fue estimular a la pandilla de José Martí con dinero y argumentos. Estos, pagaron a Hearst y la CIA con el hundimiento del Maine, que manipulado convenientemente por los periódicos de Hearst, provocó la guerra hispano-estadounidense.
Una vez iniciada la contienda-paseo de los emergentes estadounidenses contra los decadentes españoles, Hearst alertó a la CIA contra el uso del gentilicio HISPANOAMERICANO. Buscando y buscando, se les ocurrió “latino”. Desde entonces, y desde todos los medios a su alcance, difundieron tan extraña noción por las antiguas provincias españolas.
América tardó decenios en asimilar el extraño término. Sólo después de llevar varios años en América del Sur comencé a encontrar gente que se denominara a sí misma “latino”. Daba gusto toparse en las calles de Río de Janeiro a un africano más oscuro que la feijoda diciendo que era latino. Yo miraba atentamente a ver si descubría en él algún rasgo que le identificase como descendiente de un natural del Lascio. Sin encontrarlo, por supuesto, ya que tales personas, antes de nada, trataban de “convertirme” a la umbanda.
Uno de los primeros lugares donde oí el barbarismo fue Quito. Resultaba asombroso escuchar a un pasto, un caranquí o un imbaya con aspecto de recién salido de un documental sobre los incas, llamarse a sí mismo “latino”. Los mexicanos tardaron más, y sus razones tenían para no hacer ni puñetero caso a su “vecinos del norte”. Viajé varias veces a México sin oír tal denominación. Sólo en mi último viaje, la escuché con enorme desagrado.
La CIA ha conseguido su propósito. Ahora, todas las emisoras de inmigrantes hispanoamericanos en España se llaman algo y latino. Hay un pequeño barrio junto a Bravo Murillo y Cuatro Caminos donde todos son comestibles latinos, peluquería latina y tonterías semejantes. Estas personas, que suelen hablar pestes de los estadounidenses, no tienen empacho en obedecer los mandatos de la CIA.
De tanto vernos y oírnos, solemos perder la perspectiva de nosotros mismos. El caso de Jennifer López es paradigmático. La he visto interpretar a supuestas emigrantes italianas en dos o tres películas. O los directores son miopes o ella tiene demasiado poder, como para imponer interpretar a verdaderas latinas con sus facciones portorriqueñas, innegablemente mulatas. Su nariz, ojos y pómulos son claramente mulatos; sólo le falta el color de piel, que quién sabe si no será resultado de recursos como los de Michael Jackson.
En una ocasión, en un locutorio de calle Bravo Murillo, una histérica mulata me reclamó indignada porque Francisco se llamase a sí mismo latino en una canción.
jueves, 25 de octubre de 2012
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