jueves, 13 de enero de 2011

PORTUGAL, UN BARCO VERDE

Los amores nacen de modo imprevisible. El mío por Portugal nació del idioma. Había residido un tiempo en Brasil, donde llegó a darse el caso de tener que enseñar el carné para que creyesen que era extranjero. Me gustaba tanto la dulce música de la lengua, que cuando volví a vivir en España debía correr a Portugal cada dos por tres, para no olvidarla. Iba tanto, que me obligaba a cambiar de ruta y así fui descubriendo bahías cálidas, acogedoras, golosas de mariscadas y “sapateiras” preparadas, y montañas pobladas de titanes en Serra da Estrela, y monasterios con misteriosos monjes ansiosos de descubrimientos por Belmonte, y bosques encantados de elfos merendando bacalhau a bras por los aledaños de Viseu. Con el tiempo, me di cuenta de que Portugal es un barco verde, que proyecta la proa ibérica hacia legendarios océanos surcados por bandeirantes soñadores. En metáforas, como en aquel pasodoble, verde es el Tajo y rojo es el vino de O Porto. Pero sobre todo, hay un verde lorquiano que perfuma el aire desde Tras o Montes a San Vicente y desde el Miño a Vila Real de Santo Antonio. Un día, me pilló una tormenta de ésas que lanzan cataratas contra el parabrisas. Salía de Porto hacia Lisboa, pero tuve que abandonar la autovía y parar en un pueblo llamado Agulha, a esperar que escampase. Alguien me vio desde una ventana en el coche atormentado por el granizo, y afrontando el temporal, bajó a golpear la ventanilla, diciéndome “não fica aí sozinho, venha a beber un copo de vinho”. Era una familia joven, con dos hijos; con ellos disfruté una de las tardes más inolvidables de mi vida.

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