jueves, 13 de octubre de 2011

EL SUEÑO DE PAPÁ

Si uno jugó de niño entre albañiles, hay olores y sabores que no se olvidan.

Ahora, todo es tan sofisticado, que sospecho que algún día pasaré por una obra donde los albañiles usen guantes esterilizados vestidos con traje y corbata.

Pero donde mi padre ejercía de maestro albañil, vestían de harapos por mandato inapelable de las parientas y se elaboraba la mezcla en el suelo de un modo que me fascinaba. Lo hacían peones descoyuntados por el esfuerzo, pero eran amables con la mosca cojonera del preguntón e impertinente hijo del maestro. Amontonaban áridos y echaban encima un saco de cemento y un poco de cal apagada, y luego, con una especie de rastrillo, formaban un pozo en el centro del montón donde echaban agua y batían hasta conseguir la mezcla con la textura que mi padre y la ocasión exigían.

Antes, apagaban la cal, amontonada también en el suelo, rociándole agua. La ebullición consiguiente la aprovechaban con fines varios. Entre otros, asar batatas envueltas en papel de orillo; las batatas más deliciosas que he saboreado jamás.

¿Quién podría asar batatas en un camión hormigonera contratado mediante llamada a un móvil o por Internet? Como no llevara la hormigonera un microondas adosado…

Al niño de seis o siete años que yo era, le entusiasmaba aquel espectáculo. Al hervir, la cal olía de un modo penetrante que parecía capaz de purificar el mundo y la argamasa olía a edificio por estrenar. Virgen.

Yo soñaba con el día que aquellos pilares desnudos y los cimeros de rasillas se convirtieran en un edificio majestuoso, pero mi padre soñaba con que yo alcanzara el estatus de la persona más elegante con quien trataba. El perito aparejador.

Todos sus consejos que recuerdo, antes de comenzar a degenerarme hasta el punto de pretender ser escritor, iban encaminados a que estudiara para perito aparejador. Era su sueño. El sueño lícito de la elevación del hijo a posiciones que uno no consiguió alcanzar.

Casi nunca los hijos satisfacen los designios de los padres. Curiosamente, a mí me quedó un rincón en el subconsciente lleno de cal viva (así se titula mi primera novela), argamasa y batatas asadas. Me fascinan las obras. Me hipnotizan. Creo que esos agujeros para mirones que abren en las vallas los idearon para mí, porque no conozco a nadie que pase más tiempo absorto en una construcción.

Ahora, hay una en Madrid que son cuatro. Las torres inmensas e indescifrables que levantan en la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid. Hay pocos boquetes para mirones, como si quisieran guardar hasta el final un secreto que a partir de la décima planta es un secreto a voces. A ratos, me quedo mirando sus formas y me pregunto qué habría tenido que hacer yo de satisfacer el sueño de mi padre. Creo que ahora les llaman “arquitectos técnicos”, pero me gusta más el título que aprendí de niño, porque suena a orden y “cada oveja con su pareja” y, además, está en los clásicos. Si yo fuese perito aparejador, ¿tendría que encajar en papeles, con compás y tiralíneas, esas formas desconcertantes y complicadísimas? ¿Tendría que aparejar y poner orden y concierto en el sueño alucinado de alguien, para que los albañiles pudieran interpretarlo? Sudo a chorros sólo de pensarlo.

Pero es que me gustan tanto los olores de las obras.

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