Cuentan que un gigante descubrió a una bellísima muchacha bañándose en un arroyo de las sierras alicantinas. Arrebatadamente enamorado, acondicionó para ella una cueva como un palacio decorado de gemas y otras maravillas, pero al cabo de muy pocos días de felicidad, un demonio le anunció que la muchacha moriría irremisiblemente "hoy, al ocultarse el sol". El gigante corrió enloquecido por las montañas, buscando un resquicio por donde evitar que el sol desapareciera y no hallándolo, dio un desesperado empujón al pico más alto, con lo que arrancó un enorme peñasco que produjo una tronera por donde el sol demoró unos instantes más en dar paso a la noche, unos instantes durante los que pudo disfrutar los postreros placeres de su amor. El peñón que arrebató a la sierra, ahora es la islita situada frente a Benidorm que los locales denominan sencillamente "la isla" o "Isla de los Pavos Reales"
Tierra de leyenda, la Costa Blanca y toda la provincia de Alicante parecen salidas de La Odisea. Quizá sea el reino donde Jasón robó el vellocino de oro. Territorio que se adentra en el mar queriendo alcanzar Oriente con el cabo de la Nao, es verde y oro como una divisa taurina perfumada de salitre y azahar, bajo una luz que es puro encantamiento; configura un paisaje labrado como en el poema de Miguel Hernández: "quiero apartar la tierra parte a parte a dentelladas secas y calientes"; mordido a dentelladas de cíclopes, se precipita por doquier en cañadas y barrancos para elevarse esplendoroso en innumerables penachos y atalayas, y en la costa se retuerce, da vueltas y revueltas hasta volver loca a la rosa de los vientos en penínsulas, ínsulas, golfos, calas, peñones y salinas donde reverbera el sol como en un sueño de Ulises. Blanca costa junto al mar y blancos miradores en las alturas serranas, todo Alicante reluce como si fuera el mismísimo vellocino de oro ribeteado de sirenas varadas. Tuvo que ser en algún punto entre las salinas de Torrevieja o Santa Pola y el Parque Natural del Montgó donde Ulises estuvo a pique de caer víctima del embrujo de las sirenas, puesto que el embrujo permanece tanto en el magnetismo que atrae a millones de turistas, como en las historias que los alicantinos murmuran. Proliferan las interpretaciones populares sobre el origen de la palabra "Alicante"; una la relaciona con un rostro que, según las luces del día, aparece como un bajorrelieve en el monte Benacantil, coronado por el Castillo de Santa Bárbara, desde donde se sobrevuela la capital y gran parte de su provincia; dicen que el rostro es el de un moro llamado Alí, de quien estaba enamorada la hija del sultán, llamada Cántara; el padre quería casarla con otro, pero amaba tanto a su hija que decidió dar una oportunidad a Alí; prometió otorgar la mano de Cántara a aquél de los dos pretendientes que realizase primero estos trabajos: Alí debía construir un acueducto para llevar agua a la ciudad y su contendiente, descubrir nuevas tierras por mar. Pero sucedió que Alí estaba tan enamorado, que olvidó el encargo en los brazos placenteros de Cántara; mientras, el otro no sólo descubrió ricas tierras, sino que volvió con fabulosos tesoros para ofrecerlos al sultán. Por consiguiente, éste tuvo que cumplir su promesa. Pero antes de la consumación del matrimonio, Cántara se arrojó desde el altísimo castillo y Alí, desesperado, fue tras ella, quedando su pavoroso rictus de dolor esculpido en la cumbre del monte. Aventuran los alicantinos que "Alí-Cántara" se convirtió en "Ali-cante". Otros aseguran que el nombre procedería del poblado romano "Lucentum", que tras grandes vacilaciones descubrieron en un solar cercano a la preciosa playa de La Albufereta. Allí, en lo que los estudiosos creían sólo una necrópolis musulmana, una arqueóloga sueca, Solveig Nordseorm, observó muros que parecían romanos; pero estaban en un solar, donde la insaciable maquinaria constructora de esta costa iba a levantar unos cuantos rascacielos más; Solveig se encadenó a los muros para impedir la entrada de las excavadoras, y gracias a ella pudieron los arqueólogos excavar no para hacer cimientos, sino para descubrir un interesante poblado púnico-romano, visitable en las ahora cuidadas ruinas.
Se llega a Alicante desde el interior peninsular por la ruta que acaba en la vega del río Vinalopó, que ya en tiempos de Alfonso X era la conexión de la Meseta con el llamado "puerto de Castilla". Un rosario de fortines jalonan el camino, muy comercial en la Edad Media, que en aquellos tiempos y aún varios siglos más tarde había que proteger de los piratas, que asolaron las costas alicantinas durante milenios, atrincherados en la isla de Tabarca hasta que Carlos III mandó poblarla con genoveses. Senda de vinos y pasas que competían con las de Málaga, los fortines acompañan al viajero desde la entrada en la provincia: hermosos los castillos de Villena, Biar, Sax, Elda, Petrer y Novelda, donde, además, alguien tuvo la feliz idea de erigir en la cima de un monte el Santuario de la Magdalena, recreación que interpreta en clave local los volúmenes y audacias de Gaudí. Elda y Petrer, aunque forman una sola población dividida únicamente por una calle, comparten una anécdota lingüística singular: a causa de las diferentes influencias políticas, en Elda se habló siempre castellano y en Petrer, valenciano.
De año en año, la capital alicantina hace perder el norte al viajero, sorprendiéndolo con nuevas perspectivas, espléndidas avenidas recién inauguradas y obras soberbias, como el Museo Arqueológico remodelado no hace mucho en la antigua Diputación, un espacio con tantas fascinaciones visuales que cuesta distinguir la realidad material de la virtual; casi no se diferencian los objetos de los hologramas. Obras recientes son también los espacios recreativos del puerto, Muelle de Levante y Panoramis, a los que se accede desde la espectacular Explanada de España, paseo de palmeras solado con un mosaico en ondas rojas, blancas y negras compuesto por 6.600.000 teselas. Son menos recientes las estupendas instalaciones deportivas del castillo de San Fernando, donde se encuentra el estadio Rico Pérez, al que los guasones alicantinos denominan "Tejero", porque la tribuna tiene forma de tricornio a causa de que el constructor José Rico Pérez no consiguió comprar la parcela que le faltaba y al tener que mochar una esquina, mochó también la otra por simetría, quedando la grada con forma de tocado de la Guardia Civil.
La simpatía y la retranca de los alicantinos sale a borbotones. Como todos los pueblos que sufrieron mucho, han desarrollado un sabio sentido del humor, patente en topónimos, apodos y anécdotas. La tierra de cultivos, a veces de un empolvado verde soñoliento y a veces de un amarillo desgarrador, es el escenario que inspiró al oriolano Miguel Hernández aquel niño yuntero, por el que preguntaba: "¿Quién salvará a este chiquillo, menor que un grano de arena, de dónde saldrá el martillo verdugo de esta cadena? Que salga del corazón de los hombres jornaleros, que antes de ser hombres son y han sido niños yunteros". Tierra asolanada, tuvieron que inventar los rius-raus, originales construcciones rurales que son como soportales para protegerse y proteger las cosechas de la tortura canicular. Vencedores de sus penalidades y ahora prósperos industriales del turismo, los alicantinos derrochan imaginación, chispa y simpatía; lo mismo da que sea Roberto, el jefe de seguridad del recién reconstruido Palacio Episcopal de Orihuela (magnífica ciudad monumental donde estos días se puede visitar una bella exposición de arte sacro denominada "La luz de la imágenes"), que Joan Carles, el director de turismo municipal de Elche, o Iván, el guía del Patronato Municipal de Turismo de Alicante que nos conduce por el pintoresco barrio de Santa Cruz derrochando orgulloso conocimiento de la historia de su tierra. El colorista y pintoresco barrio, situado en la ladera del Benacantil, es un híbrido de Judería cordobesa y Alfama lisboeta, donde conviven en santa hermandad los "indígenas" con los "bárbaros" del norte, morenets alicantinos y rubicundos turistas que quemaron el pasaje de vuelta a su tierra.
Denia, milenaria y ancestral, es como un cuadro de Dalí que conserva el encanto de su bahía al pie del Parque Natural del Montgó. Los Morros de Benitachel ofrecen una pausa agreste y virginal en este territorio tal vez excesivamente urbanizado, porque tan inimaginable como que las construcciones invadieran el Pao de Açucar carioca, los rascacielos escalan ya agresivamente las faldas del Peñón de Ifach, mancillando uno de los paisajes más característicos de Alicante; con todo, el peñón desafía orgullosamente a quienes le insultan, como un centinela pétreo que no es gigante ni molino, sino un titán encantado, guardián del reino de Apolo que aún le hace resplandecer. Muy cerca, Altea surge como una pirámide encalada cuando se mira desde la playa, invitando a recorrer sus primorosas callejas con trazado de bastión medieval, antes de correr a zambullirse en las límpidas aguas de L’Alfas del Pi. Poco más al sur, oteando desde la carretera, uno cree llegar a una base interestelar atiborrada de naves gigantescas preparadas para lanzarse a conquistar el espacio; los rascacielos de Benidorm son una aleación de Las Vegas y Nueva York. Alquimia turística, piedra filosofal con la que algún mago transmutó la reseca tierra en oro, el antiguo pueblo de almadrabas parece una locura pero es, en realidad, la industria del ocio más inteligente de España. Desde Benidorm, es pecado no subir a Guadalest, admirando al pasar el pueblo-baluarte de Polop; los riscos que enmarcan y cimentan la minúscula población de Guadalest son como una peineta de marfil emergida de un inesperado mar de bosques; la aldea guarda un arco lleno de insinuaciones, como un ojal perforado en la piedra en busca de oteros sobre el recóndito valle que ya rondaron los romanos, donde hay muchas colinas arañadas de bancales como si los cultivos quisieran subir a contemplar el mar. De vuelta a la costa, Villajoyosa da una lección de arquitectura popular con su multicolor barrio marinero. Casi en Alicante, desde San Juan hay que emprender la subida de la Ruta de los Almendros, visitando Mutxamiel, Jijona –con sus dulcísimas delicias, su castillo de la Torre Grossa y su Museo del Turrón-, y Alcoy, una joya monumental al pie del parque natural Carrascal de la Font Roja. Famosa en todo el mundo por su fiesta de Moros y Cristianos, Alcoy merece la fama por ella misma, por sus museos, iglesias y plazas que la convierten en dama y señora del interior alicantino, que no sólo tiene la chistosa moral del Alcoyano, sino la que le proporciona el empaque de su primoroso paisaje urbano.
En el sur de la provincia los horizontes son más anchos. Las salinas, urbanizaciones, dunas, lagunas y playas kilométricas se alternan para deslumbrar como espejismos en Santa Pola, Guardamar o Torrevieja. Pero es por el interior donde aguardan las maravillas más cegadoras. Orihuela fue capital provincial y se nota en la Iglesia de Santiago, en los claustros de la Catedral y la Universidad y en la abundancia de torres y cúpulas de tejas vidriadas de azul. Elche, populosa y asombrosamente próspera, es un oasis de paz donde uno quisiera cobijarse del estrés; en el Huerto del Cura y por todos lados, el palmeral crea una pantalla protectora contra el ruido, la agitación, las frustraciones, el miedo y el calor; en la Calahorra, en los mercadillos, en Santa María, en L’Alcudia, en los museos, en el Río Safari, en todos los rincones apetece cantar una serenata a la Dama de Elche para darle las gracias por acogernos en su portentoso feudo.
Relatan los cronistas que, un buen día, la Santa Faz lloró una lágrima de sangre. En aquel entonces, los levantiscos sarracenos pugnaban por reconquistar estas tierras y, sobre todo, ansiaban destruir un símbolo cristiano que odiaban. Enviado un emisario desde el monasterio a Alicante para comunicar el milagro de la lágrima y enviado otro desde la ciudad al monasterio para alertar de un ataque morisco, coincidió que los dos mensajeros eran enemigos irreconciliables que habían jurado públicamente matarse. El azar quiso que se tropezaran a mitad de camino; se miraron un instante con furor y desenvainaron las espadas dispuestos ambos a atravesar al otro; pero una chispa prodigiosa iluminó sus corazones, tiraron las armas a tierra y se abrazaron, y fueron desde entonces fraternales amigos inseparables.
Es posible que éste sea el origen de la amigabilidad de los alicantinos, la capacidad infinita de hacer que nos sintamos en casa, en territorio propio. La ciudad de Alicante, las emergentes poblaciones costeras y las tradicionales y hermosísimas del interior están llenas de maravillas monumentales y naturales, pero el principal atractivo de Alicante es su gente. Pueblo fronterizo y mestizo que lleva en sus genes las convulsiones y las invasiones de milenios de historia, posee la sabiduría necesaria para no ser altanero con quienes llegan a admirar sus obras. No extraña que los turistas sean más y más cada año.
domingo, 20 de febrero de 2011
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