viernes, 11 de febrero de 2011

POR LAS CALLES DEL ROMANCE Y LAS COPLAS

Este articulo me lo publicó la revista PAISAJES DESDE EL TREN hace unos ocho años.

¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena,
rompeolas de todas las Españas!

Antonio Machado ideó la figura que más genialmente define a Madrid. ¿Qué alias le cuadraría mejor a este rebalaje donde espuman, rumorean y se agitan tantas voces y acentos, tantos colores, tantas devociones y pasiones? El Madrid castizo y postinero, abierto, transigente, hospitalario y campechano que ha visto recorrer el mismo itinerario a Lope y a Ortega, a Calderón y a Benavente, a Quevedo y a Goya, va a ser admirado en televisión por la mitad del planeta el próximo 22 de mayo, durante la retransmisión de la boda de quien está destinado a ser Felipe VI. El Madrid de los Austrias que los Borbones remozaron y Sabatini embelleció es un ámbito primoroso ajustado a la medida del hombre, barroco, neoclásico, herreriano y renacentista pero abarcable, que ha tenido siempre vocación de escenario alentador de amores, reproches, reconciliaciones y romances. Como el flechazo del maharajá de Kapurtala por la bailarina malagueña Anita Delgado durante el cortejo nupcial de Alfonso XIII y Victoria Eugenia en la Carrera de San Jerónimo; venus griega según Valle-Inclán, Anita llegó a ser coronada maharaní, gracias al empeño de la madre de la artista, guardiana tenaz e incorruptible de la virtud de su hija frente a los requerimientos galantes y los diamantes del riquísimo hindú.

Dicen algunos que Madrid carece de personalidad, que no tiene historia ni conciencia del propio ser y que hasta hace un cuarto de hora ni siquiera tenía catedral. Y sin embargo, es inconfundible puesto que no se parece a ninguna otra, fue marco de episodios trascendentales de la historia del mundo, tiene conciencia de ser esponja para asimilar gustos de modo que nadie ni nada parezca foráneo y el final del segundo milenio le trajo la Almudena, una catedral presurosa, leve y azul en la lejanía como una calesa cascabelera por la ribera del Manzanares. Madrid no es arrogante ni desdeñosa, ni se jacta de nada. Es todo de tanto no ser. Afirma mi amigo Kepa, el donostiarra, que la mejor cocina vasca se disfruta en Madrid y Justo, el de Sanxenxo, que la lonja mejor surtida de marisco gallego está en el "puerto" de Mercamadrid. Jordi, el camarero de Sitges, asegura que los més collonuts bunyols de bacallà se degustan a la vera de Azca y Joseíto, el de Nerja, jura por la gloria de su madre que la más sabrosa fritura de pescaíto la sirven por Manuel Becerra y Las Ventas. Rompeolas que nada rompe, en una orilla suave y cordial donde recalan y arraigan todos los modos de sentir, todos los perfumes y perjúmenes, pronto dirán que aquí se saborean las mejores hallacas, fritadas, ceviches, arepas, asados de tiras, feijoadas, ropavieja, empanadas chilenas y tamales.
Lleva doscientos años siendo la primera etapa de la vuelta al hogar para los latinoamericanos que hacían turismo por Europa y ahora tiene una calle, Bravo Murillo, que suena, huele y sabe a avenida sudamericana trufada de zoco mogrebí. Madrecita más que matriarca, en vez de imponer estilos los acrisola todos. Un asturiano puede opinar con acierto que Madrid es por los vetustos alrededores del Ayuntamiento un poco Oviedo, y un valenciano, que hay que ver cuánto ha cantado y se ha cantado a Madrid con batutas, aires y voces levantinas. Para un andaluz de cualquier parte, es la verdadera capital de Andalucía.

Por eso, las coplas con acento entreverado de La Latina y el Perchel han reseñado con tino este Madrid de los fastuosos y bullangueros cortejos por la calle Mayor, las paradas y desfiles de miriñaques, carrozas y abanicos murmuradores por el Paseo del Prado, los tés con pastas de las meriendas del Hotel Ritz, las confidencias ruborizadas entre mocitas pretendidas, las miradas disimuladas de sus pretendientes y las chispeantes leyendas de solapas levantadas para embozar galanteos por los soportales de la Plaza de Oriente, donde una violetera se encontró con unos ojos "que me dieron la vida, que me dieron la muerte". Con sus estatuas, músicos callejeros y parejas de enamorados entre bandadas alborotadas de turistas, la Plaza de Oriente es de por sí un entretenido espectáculo complementado con cafés entre los más bellos y característicos de la Villa y Corte, donde el público, conteniendo el asombro por la presencia de tantas celebridades, aguarda los acontecimientos del contiguo Teatro Real.
"En hombros por los Madriles cuatro duques la llevaron y se contaron por miles los claveles que le echaron" a María de las Mercedes, francoandaluza que reinó lo bastante poco para convertirse en un mito popular, y por ello Madrid la lloró multitudinariamente en la Plaza Mayor, un recinto cuadrado encerrado entre edificios majestuosos con impresionante unidad estilística en sus 437 balcones. En uno de sus arcos, el de Cuchilleros, Madrid estaba buscándolo para prenderlo y como la cantante lo buscaba "sólo parar quererlo", tenía que esconderse "debajo de la capa de Luis Candelas, mi corazón amante vuela que vuela"
Se podía estudiar geografía urbana y elogiar la hospitalidad desprejuiciada vitoreando "Viva el Madrid calesero de los chisperos, de Cuchilleros y Embajadores, viva el Madrid cortesano que abre su mano a los gitanos y a los señores", sobre todo en la mítica Puerta del Sol, donde los carruajes de la nobleza descorrían los visillos con disimulo ante la lotera que, llorando el incumplimiento de las promesas de un conde-marqués, preguntaba "¿A quién le vendo la suerte, mañana sale, que está premiao?, a mí me han dao la muerte con dos puñales atravesaos. La fortuna pa mañana, ¿quién me compra un quince mil? Que repiquen las campanas a la hora de morir". Esta plaza semielíptica, donde recalan los anhelos y emociones de las oleadas que llegan a Madrid, configura un guirigay mitad asombro y mitad canalla. La baldosa del Kilómetro 0, ante el Palacio de Correos (sede del gobierno autonómico), marca el punto de partida de las carreteras radiales frente al Oso y el Madroño, el monumento donde se citan, encuentran y pelan la pava los enamorados de la Villa y Corte.
Si se quería presumir como el extravagante y fantástico marqués de Bradomín, adornándose la solapa, "por la calle de Alcalá, con la falda almidoná y los nardos apoyaos en la cadera, la florista viene y va y sonríe descará a la gente por la calle de Alcalá. Lleve usted, nardos caballero…", delante de tres edificios imponentes: La Aduana, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (con goyas y zurbaranes entre incontables maravillas) y el Casino de Madrid, fachada frente a la que un enjambre de objetivos fotográficos japoneses disparan sin cesar.
Morir, lo que se dice morir, en el Madrid romancero sólo se moría de amor y los puñales atravesados o eran metafóricos o armas de un escudo heráldico, porque en Madrid, Madrid, Madrid, a las chulapas se les coronaba de "Emperatriz en Lavapiés" y se les alfombraba "de claveles la Gran Vía" antes de tomar un jerez en Chicote, "en un agasajo postinero con la crema de la intelectualidad", si es que no se cruzaba la calle para intelectualizarse en el Círculo de Bellas Artes.

Ese escenario "glomouroso", galante y en todas sus esquinas lleno de hermosura, tiene como referencia más señera el Palacio Real. Había sido un alcázar moro que los Austrias reformaron y ocuparon hasta Carlos II, a cuya primera esposa, por no engendrar un heredero, le inventó el pueblo una copla con muchísima… gracia. María Luisa de Orleans era sobrina de Luis XIV, y como los madrileños tenían la mosca detrás de la oreja con la francesita que suponían estéril, le cantaban: "Parid, bella flor de lis, en aflicción tan extraña. Si parís, parís a España y si no parís… ¡a París!". Muerto Carlos sin descendencia, heredó el trono su pariente francés el duque de Anjou, nieto asimismo del Rey Sol y acostumbrado, por tanto, al relumbrón de la corte de su abuelo, que a los diecisiete años floridos de Felipe les resultaba imprescindible. Le aquejaron tantas depresiones en el lóbrego alcázar madrileño, que desde el principio soñó con un palacio a la francesa. Por coincidencia, el alcázar ardió, pero que nadie malicie que Felipe V quisiera emular a Nerón. Se trató verdaderamente de un incendio fortuito, gracias al cual tenemos el palacio real más simétrico, bello y monumental de Europa, encaramado en un repecho que se podría considerar nuestra acrópolis, desde la que se contempla un océano de verdor. Monumentalidad y simetría compartida con la única catedral consagrada por un Papa fuera de Roma, la Almudena, que es un mensaje de amor desesperado de Alfonso XII a María de las Mercedes, dalia que "cuidó Sevilla por la orillita del Guadalquivir", muerta a los dieciocho años, "Adiós princesita hermosa, que ya besarme no puedes; adiós, carita de rosa, adiós mi querida esposa, María de las Mercedes". La catedral de la Almudena será donde los novios reales se den el sí.

Horas antes, las oleadas humanas estarán acudiendo desde todos los puntos cardinales por tierra y por aire, y, principalmente, en tren, tropezándose nada más llegar con la infinita estación de Atocha, rompeolas entre los rompeolas, el lugar con mayores sugestiones literarias de Madrid, donde las duquesas y sus toreros, los condes y sus majas, las marquesas consortes y sus donjuanes deambulan evasivos entre paparazzis que Juan de Tassi y Peralta, conde de Villamediana y Correo Mayor de su Majestad Felipe III, habría tenido que eludir para cumplir las funciones de su cargo, y apresurarse luego a llegar con discreción al galanteo con la reina Margarita ("De vos no quiero más que lo que os quiero"). Sin duda, a la vista del mare magnum de la estación, Villamediana sentiría la tentación de escribir de nuevo "confusión de Babel en esta era…" y echaría a correr hacia la calle Mayor a encontrar su trágico destino, que los malpensados madrileños atribuyeron a los celos del rey, o acaso tendría un momento de lúcida premonición y menor agnosticismo del habitual, y acudiría tras un corto paseo a rezar en el Convento de la Virgen de Atocha, imagen predilecta de las reinas españolas.

El Madrid de las coplas es un encuentro-desencuentro permanente entre el pueblo y la aristocracia. Corte que no conoció la clase media hasta el siglo XX, tenían que abundar las historias de Cenicientas, tanto triunfantes como desengañadas: "Almudena, Almudena, ¿dónde vas, triste de ti?; él es duque y tú, una pobre violetera de Madrid". Lumpen deslumbrado por el oropel, suele haber una lotera, una cantaora o una malquerida que acecha en alguna esquina la llamada de "una voz con corona: si quieres, rosa de mayo, seré el vasallo de tu persona". "Palabras que lleva el viento" y como contaba la Guapa, la Guapa, en ocasiones el galanteador negaba su juramento: "Que yo no te conozco, lo sabe el Papa; allí me está esperando mi prometida y a mí no me detiene ninguna guapa". Pero eran más numerosas la veces que, contagiado del romanticismo del escenario, el aristócrata elevaba a la bella hasta los fastos palaciegos: "Cuando voy a los bailes del duque de Osuna, con el miriñaque de rico moaré" y por eso a Madrid, cortesano y proletario, no se le cae ningún anillo por pringarse las manos con un desayuno con churros la madrugada siguiente de un banquete con faisán. No existe ninguna otra gran capital, al menos en Europa, donde la camaradería entre pueblo e ilustres sea tan proverbial, seguramente como reflejo del temperamento llano de los Borbones, que ha estampado su impronta en este Madrid acogedor que a todos tiende la mano.

Aquí no hay playa, según ironizaba la canción, pero todo Madrid es una playa placentera y cálida donde susurran y se depositan la razón y las convicciones entre sensuales retozos de amor, y también es una playa de la Isla del Tesoro, porque en muy pocas ciudades del mundo es dado encontrar más joyas monumentales en menor espacio. Y hay mucho más: Un ambiente vertiginoso donde trasnochan los europeos con delectación de náufragos; una tasca en la Cava o en Las Vistillas donde saborear un cocidito madrileño con apetito de Robinson; un paseo junto al lago del Retiro, para posar, remar, conocer el futuro y mitigar la sed con una horchata. Y en todas partes, por devoción y destino, siempre un romántico, zarzuelero y chispeante desfile del amor. Un amor que Madrid sabe transfigurar de romancista y liviano en compasivo y solidario cuando es menester; como fue menester durante el gigantesco e indescriptible dolor del 11 de marzo, que al despertar del sacrificio y de heroicidades de proporciones titánicas, ha inundado el vestíbulo de Atocha con una formidable riada de velas rojas como lava incandescente, convirtiéndola en una estación encendida de añoranza y oraciones, en un volcán de amores truncados y corazones a punto de reventar. Ese día y los que siguieron, los madrileños de todas las nacionalidades derrocharon generosidad y denuedo con abundancia tan desmedida, que se han convertido en espejo donde mirarse todas las solidaridades del mundo.

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