domingo, 27 de febrero de 2011

LOS DOS PRIMEROS CAPÍTULOS DE UNA NUEVA NOVELA

LA NOCHE DEL ALBA

I

1145, Año del Señor

Se detuvo ante la puerta mal encajada que su padre había armado con toscas tablas de pino, gavillas de bálago y troncos de sabina como toda la cabaña, una retorcida construcción tomada por el musgo que apenas era perceptible a cierta distancia, porque se confundía con la niebla y el follaje del bosque. Volvía con el ánimo más sombrío que recordaba, con la piel erizada en su cuerpo enjuto, como si un ángel compasivo intentara dotarlo de armadura para que fuese menos vulnerable. Un lobo había devorado una de las seis cabras que poseía su familia y no se había atrevido a ahuyentarlo, lo que le iba a ocasionar la mayor paliza de su vida.
Aunque siempre volvía del pastoreo ávido de engullir un plato de gachas, se paró en vez de irrumpir en la choza a la carrera según su costumbre, porque dentro tenía lugar una charla. Que sus padres conversaran en ese momento le proporcionaba una ventaja inesperada, puesto que descifrando los tonos y gracias al humor que revelasen sus voces, podría anticipar la magnitud del castigo que iban a propinarle.
Pero las palabras se clavaron en su frente como espinas.
Amiel no podía creer lo que escuchaba, aunque los labios que lo pronunciaban perteneciesen sin duda a su padre y a su madre. Su entendimiento era incapaz de asimilarlo, a pesar de saber que la decisión no era insólita. Se trataba de una práctica frecuente en los parajes donde habitaba, el oscuro y agreste bosque de la Cascada Tronante, aislado del cielo por árboles que alcanzaban los doscientos pies de altura y distante más de dos leguas de la civilización que representaba Carcasona. Una ciudad fortificada con torres altas como las nubes, la ruidosa urbe de pétreas callejas, chimeneas humeantes y arcos innumerables que sólo conocía de oídas y que entreveía allí abajo, a lo lejos, difuminada por la niebla que se alzaba del río Aude.
Esos impresionantes edificios de piedra, tan protectores, quedaban demasiado lejos de quienes tenían que estremecerse a diario para sobrevivir a las acechanzas del bosque, mientras trabajaban afanosamente en busca del sustento de sus familias. Y por ello, prácticas como la que sus padres se proponían, y otras igual de crueles, formaban parte natural de la rutina de sus vidas.
Pero aunque le causaba más escalofríos que dolor oírselo resolver a su padre, que su bondadosa madre de los consuelos infantiles se hubiera mostrado de acuerdo, vulneraba y conmocionaba tanto su entendimiento del mundo como las prédicas de los anacoretas del bosque, cuando ensalzaban con vehemencia las virtudes sobrenaturales y la calidad divina del alma humana, para resaltar el horror del pecado.
Nazario, su padre, no era un ser al que amase demasiado porque no había amor al que corresponder, puesto que el granjero de barba hirsuta y brazos como troncos de abedul sólo tenía ojos y pasión para Roger, el primogénito, y para Raimunda, la única hija. No para él, taciturno y desdeñado segundón sin destino ni porvenir. En cambio, los primeros pensamientos que Amiel recordaba cuando su entendimiento se abrió a la vida eran los de la alegría y el éxtasis por las carantoñas y mimos de su madre.
Ahora tenía sólo doce años, o tanto como doce años. Según. Una vida muy larga la suya, si se contaban sus penalidades y el trabajo arduo que ya desempeñaba hacía tiempo, que llegaba a causar la muerte a otros aún más jóvenes; pero a él le parecía corta, porque su curiosidad y el ansia de descubrir qué había más allá del bosque y de Carcasona no se habían satisfecho aún.
¿Por qué Isabela, su madre, se había mostrado de acuerdo? El sí que había pronunciado convulsionaba el universo y volvía el mundo del revés. Era ella la que había asentido aunque gimiese; ella, la que lo había parido y tanto se vanagloriaba de la belleza y donosura de su segundo hijo ante las matronas de las granjas del bosque. Daba igual que su asentimiento pareciera dolerle tanto como podía denotar el tono gutural de su voz y el suspiro quejumbroso que se le había escapado. Había respondido que sí.
Aunque de modo más intuitivo que racional, Amiel comprendió que al desmoronarse el elemento más firme de cuantos componían su universo, había perdido todas las defensas. Carecía de parientes, vecinos o amigos a quienes pedir protección y amparo. Debía huir.

-¿Sabes dónde ha ido tu hermano Amiel? –preguntó el granjero Nazario a su hijo mayor cuando ya anochecía.
A punto de cumplir quince años, Roger se enorgullecía de su primogenitura. Y se jactaba. Quería a sus hermanos, pero de un modo distante, como si Raimunda y Amiel tuvieran que rendirle pleitesía debido a que viviesen tan sólo porque él se lo había permitido y tuvieran que agradecérselo a todas horas, puesto que contando tres años más que el niño y cinco más que la niña podía haberlos matado con facilidad en la cuna. Nadie se lo habría recriminado con mucha severidad, pues así eran las cosas en el bosque. Sabía que algunos de los pocos camaradas que tenía en los alrededores habían matado a uno o varios de sus hermanos en las mismas circunstancias, y sus actos habían causado más alivio que pena a sus familias, al librarse de bocas a las que alimentar. La vida era dura y ardua la lucha por la supervivencia, en competencia permanente con las acechanzas de la espesura de arbustos y maleza, madriguera de seres temibles y amenazadores, y sólo quienes tenían el coraje de actuar donde otros se amilanaban merecían el premio de medrar, crecer, disfrutar la juventud y alcanzar la madurez.
Él había aprendido a sobrevivir, y hallaba que merecía ufanarse.
-No lo he visto, padre, pero las cabras están ahí, en el redil.
-Sólo cinco, Roger. Falta una. ¿No me ocultas algo?
-¡Yo! ¿Cuándo os he mentido para tapar los estropicios de mis hermanos?
Nazario cabeceó. Su memoria no era muy certera, pero, efectivamente, no conseguía recordar alguna mentira protectora o pretextos para favorecer a sus hermanos que hubiera detectado nunca en las palabras ni ademanes de su hijo mayor.
-Escucha. Malicio que Amiel haya huido por haber escuchado un asunto muy importante que hablábamos vuestra madre y yo. Estábamos en plena conversa, cuando escuché balar a las cabras, y aunque salí como el rayo, tu hermano había escapado igual que un gamo, pero noté el movimiento de aquel arbusto, meneado por su paso. Estoy seguro de que se fugaba en aquella dirección. Nuestra familia podría padecer sustos malísimos si Amiel le cuenta a un soldado, un sayón o un ermitaño lo que nos hemos vistos forzados a pensar para él…
Roger asintió, intuyendo al instante qué era lo que su padre temía que hiciera el tonto, huidizo y silencioso Amiel. Podía revelar los propósitos de sus padres a oídos que siempre eran demasiado estrictos con los campesinos, y muy peligrosos por su rigor contra quienes no cabalgaban sobre monturas ni habitaban en casas de piedra.
-No temáis padre –dijo después de una corta reflexión-. Lo encontraré y os lo traeré.

Amiel no se atrevía a abandonar los paisajes de toda su vida. Ignoraba si había algo más allá del bosque que no fuesen las fortificaciones y castillos contemplados a veces, a lo lejos, como objetos de cuya existencia material no tenía seguridad alguna y que le parecían dibujados en una ensoñación o en un mito. Tampoco sabía si en el mundo existía cualquier territorio diferente del suyo, donde no hubiera árboles capaces de ascender hasta las nubes y el vuelo de los pájaros.
En el primer momento de la escapada, temió que Nazario saliera a perseguirle por la ruta que más frecuentaban la suya y las demás familias, las veredas y trochas abiertas entre los matorrales de la jungla por siglos de paso de gente y animales, caminos que descendían hasta los abrevaderos naturales del río Aude. Para eludir la persecución, tomó la dirección opuesta y se adentró hacia espesuras donde jamás habría osado aventurarse en otras circunstancias.
Antes de cerrar la noche del todo, tenía los brazos cubiertos por infinidad de arañazos producidos por las zarzas al abrirse paso hacia las alturas desconocidas. Cuando las brumas y el relente fueron apoderándose del mundo, Amiel sintió el ahogo de la carrera cuesta arriba, sumada al cansancio de la prolongada jornada del pastoreo y el apremio de su estómago vacío. Ansiaba a cada paso rendirse echándose al suelo en busca, precisamente, de lo que estaba huyendo, la muerte. Morir sería la liberación, una manera de descansar de la extenuación que agarrotaba sus brazos ensangrentados por las espinas, y sus piernas laceradas, insensibles de tanto dolerle.
Conforme la vegetación iba siendo más densa y mayor la oscuridad, empezó a sentir también el peso del desasosiego. Se acercaba demasiado a donde no debía. Conocía su existencia por consejas atardecidas de Isabela y alguna vecina, pero nunca había creído que se tratara más que de leyendas o invenciones para asustar a los niños pequeños. Los magos de la Cascada Tronante debían de ser tan inmateriales como el dragón devorador de los niños que se portaban mal y que, según decían, habitaba en la cresta nevada de una montaña que a veces se podía observar desde un claro del bosque, cuando la niebla no era demasiado espesa. Aseguraban que desde aquella altura refulgente de sol, el gran lagarto gigante alado, de cuyas fauces brotaba fuego, podía observar cuanto hacían todos los niños aunque sus padres no los mirasen y, cuando no obedecían los mandatos, el dragón se lanzaba hacia ellos como una centella para dárselos a sus crías como alimento. En algún momento reciente, no recordaba cuándo con exactitud, le había asaltado la idea de que el dragón podía ser un invento para justificar las desapariciones de niños cuyos padres no mostraban dolor por su ausencia ni lloraban su muerte.
Como sospechaba que los magos de la Cascada Tronante eran igual de quiméricos, se dirigió hacia el profundo tajo que señalaba el límite superior del bosque, límite que a nadie le estaba permitido ultrapasar, so pena de calamidades nunca especificadas pero que debían de ser terribles. No se trataba exactamente de una prohibición, sino de un tabú que disuadía a los adultos tanto como a los niños.
Fue acercándose y según aumentaba el fragor del agua que se precipitaba por el profundo tajo, Amiel comenzó a observar algo muy extraño. La vegetación continuaba siendo igual de oscura, densa y neblinosa, pero no parecía tan salvaje ni tan caótica como en los alrededores de su casa; daba impresión de haber sido domesticada y que alguien la cuidase. Había cierto orden en los macizos que creían en torno a los grandes árboles y dejaron de abundar las malas hierbas, aumentando poco a poco las aromáticas y otras cuya utilidad alimenticia conocía bien, hasta llegar a un punto donde todo era semejante a un hermoso huerto. La proximidad de la cascada era notable ya no sólo por el fragor, sino también por la humedad extrema que saturaba el aire hasta mojarle el sayo, aunque aún no pudiera contemplarla. Estuvo a punto de derrumbarse por el terror cuando sintió una mano que le aferraba el hombro.

-¿Cómo te llamas? –preguntó el viejo de larga barba blanca y cejas como los airones de un pájaro.
No guardaba parecido con nadie que conociera. La gente envejecía pronto en el bosque, la piel se volvía cuero curtido y reseco a los veinticinco años y a los cuarenta era como la corteza de las encinas, surcos profundos y ásperos entre escamas de eccemas y mugre. Tan pobladas de vida como cualquier árbol, las cabezas de los seres humanos del bosque eran como copas vegetales llenas de piojos e hirsutas por las liendres. El viejo que le acunaba y parecía tratar de reanimarlo de su momentáneo desmayo, tenía una edad que no podía imaginar, miles de años tal vez, pero su tez, aunque fláccida, no era áspera ni surcada de arrugas como tajos, sino sonrosada y de apariencia suave. Su cabello largo y casi completamente blanco, no era una masa de estopa desordenada y sucia, sino una especie de cascada de agua limpia. Tampoco su boca era la profunda y maloliente caverna desdentada de cuantos conocía; había dientes en esa boca cuya sonrisa no le sosegaba, porque un hombre con esa apariencia no era natural. No podía ser un hombre como los hombres que conocía, a pesar de que los brazos que lo acunaban eran de carne y hueso.
-¿Cómo te llamas?
Amiel quería responder, pero su garganta se hallaba ocluida por el espanto, reseca como la maleza que Isabela usaba para encender el fuego. El terror se había vuelto sólido en su laringe, igual que si se hubiera atragantado con una castaña muy grande y áspera engullida entera.
-No tengas miedo –tranquilizó el anciano, mientras lo arropaba con un suave manto de lana blanca-; dejarás de tiritar en seguida.
Tenía un acento muy extraño, aunque las palabras que usaba eran, o parecían, semejantes a las de todos los habitantes del bosque.
-Me llamo Amiel –consiguió balbucir.
-Toma un poco –ordenó el viejo, al tiempo que acercaba a sus labios una vasija de barro.
Amiel sabía que los magos de la Cascada Tronante se comían a los niños crudos después de envenenarlos. Estaba perdido. La sed que resecaba su boca era muy aguda, y el dulce líquido resultaba demasiado apetitoso como para rechazarlo. Sintió en los labios el licor como un néctar de los dioses y, tras un momento de titubeo, los abrió y dejó que se deslizara por su garganta. Se trataba de algo tan prodigioso, tan maravillosamente exquisito, que se dijo que si había de morir por su causa le estaría bien empleado. Sabía a miel, leche, flores e hinojo, pero al mismo tiempo embriagaba y arrebataba el espíritu. En un estado de placidez y deleite que no podía ser de este mundo, fue cerrando los ojos mientras sentía que sus miembros se aflojaban y todo su cuerpo encontraba la paz. Si eso era la muerte, le gustaba morir.


















II
Atrapado

Cuando Amiel despertó, no le sirvió de nada abrir los ojos. Se encontraba en un lugar tan oscuro, que no consiguió distinguir siquiera la paja ni la manta del jergón sobre el que reposaba.
Primero, se palpó el pecho. Le pareció que su cuerpo continuaba vivo. Después, tanteó alrededor del jergón, descubriendo que se trataba de un suelo de piedra muy irregular, con algo de tierra y guijarros sueltos. Pero no podía estar en el bosque, porque reposaba sobre una superficie seca y cálida y, además, aún en lo más profundo de la noche había conseguido siempre ver o entrever ciertos volúmenes gracias al leve reflejo que derramaban las estrellas sobre la floresta, mientras que ahora, donde quiera que estuviese, no lograba reconocer el menor matiz alrededor de sí. Oscuridad plena, como un pozo profundo. ¿Dónde estaba, en una tumba?
Sintió el impulso de gritar, pero se contuvo porque escuchó un rumor. Pasos sigilosos y dos voces hablando quedo que se aproximaban a él.
-Creo que duerme todavía- murmuró una joven voz femenina.
-Me parece que no, Alía. Siento que sólo finge hacerlo. Trae una tea encendida.
Esta segunda voz era la del anciano que le había obligado a beber el veneno. No, no podía ser veneno puesto que continuaba vivo, o así se lo parecía. La mujer o, más bien, muchacha, volvió en pocos instantes. Traía una antorcha ardiendo, según pudo notar Amiel por la claridad que transparentaban sus párpados cerrados.
-Tienes razón, abuelo –dijo ella-, como con todas las cosas y como siempre. Finge dormir porque tiene miedo de nosotros.
-Amiel, mírame a los ojos –ordenó el anciano.
El muchacho obedeció. Pero tuvo que apretar los párpados de nuevo, deslumbrado no sólo por la luz, sino por el rostro de la muchacha. La fugaz visión le había bastado para comprender dos cosas: había dormido en el interior de una cueva y los magos de la Cascada Tronante no podían ser malvados, puesto que tenían ángeles por nietas.
-Mírame a los ojos –volvió a ordenar el viejo-. No simules un sueño que ya terminó.
Poco a poco, Amiel consintió en contemplar el rostro sonrosado orlado de cabello blanco que tanto temía. En el fondo de la hundida cuenca de sus ojos brillaba una luz muy incisiva, que parecía contener una sonrisa tranquilizadora.
-No tienes que temer nada. ¿Te encuentras mejor que anoche?
Amiel asintió con un movimiento de cabeza. Le parecía que las palabras de abuelo y nieta eran tan diferentes de cuanto había escuchado siempre, que no conseguía imaginar por qué les entendía. Era como si las ideas sonaran directamente dentro de su cabeza. Pero lo más sorprendente fue descubrir que habían desaparecido todos los dolores que la noche anterior le agarrotaban las piernas y los brazos; hasta le dio la impresión de que los arañazos hubieran cicatrizado de repente.
-Claro que se siente mejor, abuelo –dijo Alía-. Tomó un cuenco completo de tu mejor elixir, el de las grandes ocasiones. El de los héroes.
-Déjalo hablar, Alía. No lo apabulles con cuentos de ondinas. ¿Crees que puedes ponerte de pie, muchacho?
Amiel asintió, mientras obedecía. Evidentemente, el viejo tenía prisa por dar el paso siguiente. El veneno de las consejas era, en realidad, un brebaje hipnótico, sugeridor de maravillas y grandes placeres. Pero después de permitírsele disfrutarlo sería sacrificado. Alía debía de tener unos catorce o quince años y era el ser más bello que podía imaginar que existiese en el mundo. Sospechó que le sonreía con algo de ironía, como si estuviese burlándose de él aunque no con excesivo escarnio. Abuelo y nieta emprendieron la marcha hacia un punto donde había algo de claridad diurna, y Amiel fue tras ellos.

No sabía que existiesen lugares como aquél y, deslumbrado por su belleza, volvió a cerrar los ojos al asomarse a la bocana de la cueva. La hondonada, entre el tajo por donde se precipitaba la cascada y un escarpado repecho, la ocupada casi en su totalidad un pequeño lago, más bien una poza tallada por la caída secular del agua. Lo más sorprendente eran las orillas cubiertas de flores con una profusión que no parecía natural. Salvo en la cortina vertiginosa de agua, todas las anfractuosidades del tajo estaban cubiertas de plantas trepadoras, la mayoría pobladas de flores también; azules, violetas, amarillas, rojas y blancas, se trataba de un tapiz multicolor que escalaba rocas arriba, hasta las raíces de los grandes árboles cuyas copas asomaban, remotas, sobre el tajo.
Había muchas personas entre las flores y el follaje, distribuidas alrededor de la laguna y quietas como si esperasen una señal. Todos vestían sayos de lana blanca y se cubrían la cabeza con flores. Más viejos que jóvenes, entre los que abundaban las muchachas. No tan hermosas como Alía, pero también bellas aunque sin punto de comparación. Amiel dedujo que el anciano debía de ser el rey, puesto que todos se pusieron en movimiento cuando alzó ambas manos mostrando las palmas al frente. Formaron una procesión y Amiel observó con pasmo que la fila iba introduciéndose en algún espacio oculto que había tras la cascada.
Sintió que le colocaban algo en la cabeza. Se rebulló movido por sus bien entrenados reflejos, pero no se trataba de un ataque ni una agresión. Alía acababa de coronarlo con una guirnalda de flores blancas, supuso que semejante a la que ella lucía sobre la frente, como todos los demás. A continuación, el anciano colocó ambas manos en su espalda y le empujó hacia la procesión. Comprendió que estaban celebrando un rito y de nuevo se le encogió el corazón de pavor. Sin duda, el objeto principal del rito iba a ser él. Lo sacrificarían y así se confirmarían las consejas que recorrían el bosque.
El fragor no permitía oír nada más bajo la cortina de agua, pero Amiel notó que todos movían los labios como si cantasen. Iluminada por la luz líquida filtrada por la cascada, la estancia que se abría detrás no era propiamente una cueva. Un recoveco, como un nicho, en cuyo lado más alejado del agua habían tallado una grada semicircular. En lo que debía de ser el centro exacto del semicírculo había un monolito cilíndrico, con una base perfectamente redonda también y una cavidad tallada en medio de la parte superior, circular así mismo. Todo era redondo en la estancia; el techo formando una media esfera que aunque fuese natural, parecía retocada por la mano del hombre, lo mismo que la pared, alisada para lograr la misma forma.
Amiel supo ya con toda certeza que el rito se celebraba por él pero no en su honor. Vio una chispa de compasión en los ojos de Alía, que eran como lagos, cuando su abuelo acercó a los labios del muchacho un cuenco de piedra, pulido como media esfera, lleno de un elixir que debía de ser semejante al que había tomado la noche anterior, ya que el sabor era igual de arrebatador. Pero ahora no se lo daban ya para aliviar sus dolores, sino para adormecerlo antes de abrir su pecho.

Escuchaba la salmodia muy remota, desdibujada por el estruendo del agua en su caída, lo que quería decir que el elixir no le había hecho perder del todo la conciencia, al contrario del que tomó la noche anterior. De todos modos, no podía moverse ni abrir los ojos, paralizado completamente aunque sus oídos y su entendimiento continuasen activos. Pensaba con claridad pero, curiosamente, no sentía espanto ante lo que suponía que iban a hacerle.
Cantaban pero no con una melodía, sino con una cadencia extraña y monótona que parecía resultado de la hipnosis colectiva. Pero tanto Alía como su abuelo habían quedado exentos del arrebato, puesto que les escuchaba hablar muy cerca, de nuevo como si las palabras se dibujasen dentro de su mente.
-Su sangre no va a salvarnos, abuelo –el tono de Alía resultaba vagamente lastimero.
-Sí lo hará.
-¿No decías que no celebrabas sacrificios humanos porque habías descubierto que son innecesarios? ¿No me habías prometido que nunca habríamos de repetirlos?
-Estamos muriendo, Alía. Nuestro mundo se acaba. Es indispensable ofrecer su sangre a los dioses, a Dana, a Lug, a Brigit, a Epona, a Goibniu y a Angus. Nuestro pueblo y nuestra civilización desaparecen. Llevamos mil años muriendo y nuestra hora final se acerca. Ya no sé qué más hacer para evitarlo. Soy un druida indigno.
-La gente del bosque se lanzará de nuevo contra nosotros, abuelo. Igual que me contaba mi madre que hicieron cuando mataron a mi padre.
-¡Calla, Alía, por Lug! No te atormentes ni me atormentes a mí. Sabes que los clanes celtas han sido barridos en toda la Galia, en la Helvetia, en la Galatia y en la Germania. Llevan más de mil años arrasándonos, empujándonos a lo más profundo de los bosques, a los pantanos y a las tierras más salvajes, nosotros que poseímos mansamente todo el continente. Apenas quedan en pie unas pocas piedras labradas que hablen del brillo de nuestro pasado de libertad y alianza con la diosa Naturaleza. Fenicios, griegos y romanos han ido exterminándonos y ahora, invasores que adoran sangrientos signos de muerte y crueldad, nos acusan de canibalismo y nos queman en hogueras terribles, tildados de brujos. A nosotros, que, al contrario que ellos, amamos a la gente y a las cosas naturales como el mejor, más apetecible y más maravilloso de los paraísos. Pues démosles razones para esa convicción, al tiempo que satisfacemos y aplacamos a nuestros dioses más temibles, los que están consintiendo que nos extingamos.
La voz de Alía sonó firme y severa al argüir:
-Dicen que en Hispania quedan algunos clanes, junto al mar del Fin de la Tierra. Y también en las grandes islas del norte… Recuerda que no es indispensable matarlo para verter su sangre y ofrecerla.
Se produjo un momento de silencio. Amiel consideró que la hermosa muchacha que abogaba a favor de su vida había sido vencida y llegaba el momento en que el anciano abriría su pecho y le extraería el corazón para ofrecerlo a sus dioses.

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